LA VIDA Y MUERTE DE MARINA ABRAMOVIC: LA FIESTA DEL DOLOR Y LA CONFUSIÓN

Dolor, tristeza, rabia pero también desconcierto, sarcasmo y dolor, otra vez dolor. La muerte asoma por todos lados, desde el principio hasta el final. Pero no es la muerte lo más trágico de esta enumeración ni tampoco-aunque parezca imposible- lo más seguro. Al menos, no la muerte como la puede concebir cualquier ser humano.  Pero Marina Abramovic (Belgrado, Yugoslavia; 1946) no es cualquier ser humano y Robert Wilson no es un director como los demás. Por eso  ‘La vida y muerte de Marina Abramovic’ no es ni mucho menos una ópera al uso. No es para menos, jugando con esta bomba de relojería que son los sentimientos, Wilson no podía hacer otra cosa que no fuera lo que ha hecho.

Foto: El Economista

No hay que ser un experto para saber que no estamos ante una obra de teatro, ni ante un musical, tampoco ante una performance; es todo eso y más. Es la revisión de la ópera a través de los ojos del siglo XXI que mira atónito e incrédulo a los caducos y encorsetados géneros. Es, además de todo lo anterior, algo surrealista, teniendo en cuenta que se nos está contando la muerte de alguien que aún no la ha experimentado, al menos de forma física. También es engañosa, maniquea, por llamarla de alguna manera. Y es que seguro que la estricta educación de la madre de la protagonista la empujó al estado de angustia constante que se percibe en la obra, pero también es cierto que habría que ver a la chavalita con 16 años, en mitad de la serbia de las bombas y las purgas, colgada de una cuerda en pelota picada en casa.

Pero, como iba diciendo, no es la muerte lo más trágico de este oratorio futurista, sino la existencia de ésta misma en vida. La intrusión de la muerte en el dolor o del dolor en la muerte, no se sabe muy bien, es el hilo conductor de la obra. Hilo conductor borroso para una obra que no lo es menos.

Foto: Willem Dafoe, La Vanguardia

Foto: Marina Abramovic y Antony Hegarty

Un pilar importante de este experimento son las canciones y también la voz de Antony Hegarty. El líder de Antony and The Jhonsons se encarga de la dirección musical junto a William Basinski y el resultado son sonidos de calidez desgarradora y sumamente lacrimosa. La modernidad de estos se contrapone a las folclóricas armonías procedentes de la tradición yugoslava que vienen de la mano del grupo Svetlana Spajic. La fuerza de Willem Dafoe, que ejerce de narrador, es insuperable. Con aires de David Bowie trasnochado lanza alguna  ironía al público que no hace otra cosa que subrayar el halo trágico de lo que se está contando. Todo ello, sucede mágicamente en el mismo escenario dónde hace algunos días actuaba Ricardo Muti y que pisará próximamente Plácido Domingo, El teatro Real de Madrid.

¡Ah! Y está el amor. El amor que se acaba transformando, si es que alguna vez dejó de serlo, en dolor.

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MMC

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